Parrafos de historias marinas


TABTARLY EN LA OSTAR DEL 76

".. Durante toda la noche el viento sopla a 50 nudos y la mar se vuelve muy dura. El barco comienza a dar unos pantocazos tremendos. Pienso, con alivio, que he reforzado el casco por la proa y que no tengo nada que temer. Sin embargo el piloto automático sufre muchísimo y funciona mal y bruscamente. me temo que con las sacudidas, la regulación de éste sufra considerablemente. Como estaba seguro de que con esta mar tan dura el Pen Duick no podría navegar con la caña amarrada, me he pasado casi toda la noche al timón aguantando los constantes salpicones. Al poco rato me he encontrado empapado, y al ser el tiempo tan frío, de vez en cuando debo entrar en la cabina para recuperarme. Al amanecer el viento sopla a 60 nudos y debo emplear todas mis energías para arriar la vela mayor. Por la mañana descubro que la hélice del generador se ha perdido y esto hará que el piloto no funcione por falta de corriente. Mi situación no es halagüeña. Estoy agotado por las maniobras de ayer noche y de hoy, además de por las horas que me he pasado al timón. Encima me he pasado la noche sin dormir. Estoy mojado, helado, moralmente descorazonado. Estoy volviendo a ver todo lo que sufrí en la regata de 1964 cuando se me rompió el piloto automático. Pienso que sólo llevo cuatro días de regata y que el camino por recorrer es muy largo. Dudo que pueda llegar sin piloto. ¿Qué hago? ¿Abandono? ¿No abandono? La verdad es que me da rabia; los pilotos automáticos me la tienen jurada. Después del 64, el 68 tuve que abandonar por no poder reparar el maldito piloto. Dejo acuartelada la trinqueta y a 60º del viento aparente sigo andando seis nudos, pero ya con rumbo sureste. He abandonado prácticamente la regata. Esta noche me voy a dormir sin poner el despertador. Por la mañana me encuentro nuevo y decido seguir por el norte..."

Mas tarde escribía:

"...Avanzo por una mar extremadamente dura. Después de cada cresta hay un seno abrupto en el que el barco cae como en el vacío. El Pen Duick recibe unos golpes increíbles. Tal es su violencia, que uno de ellos se me quedará grabado en la memoria. Todos los trastos de la cocina saltan de los cajones, cosa que nunca había sucedido; ni siquiera en los peores momentos de la Vuelta al Mundo. Algunas de las cuñas que sujetan el palo han saltado por los aires. El mamparo donde guardo las herramientas se ha movido debido al peso de las mismas..."


BERNARD MOITESSIER EN LA VENDE GLOBE DEL 89

A bordo del Joshua y al llegar al los 50 sur por primera vez en su vida...

"...La mar se pone muy gruesa con el viento de fuerza 9 que sopla desde el mediodía. Observando desde la primera cruceta, el espectáculo es impresionante, con la minúscula mesana ante esas olas inmensas que dan la impresión de encapillarlo todo. Seguramente, las masas provocan un efecto hipnótico. Se mira, se mira... Estoy algo preocupado, pero también creo que no hay verdadero peligro, gracias a la corriente bastante fuerte, 1,5 nudos, que va en el sentido del viento. De manera que las olas son regulares. Además, la costa está demasiado cerca a la izquierda, 40 millas, como para que ninguna mar secundaria pueda venir de allí. Sin embargo, la mar está gruesa, verdaderamente gruesa. Avanza en anchas y altas crestas casi horizontales salvo unas prominencias y unas grietas, pero que nada tienen que ver los puntiagudos dientes o las dunas irregulares de la noche anterior... La mar se hace más gruesa todavía, los reflejos verdes desaparecen, los azules se vuelven casi violetas. Arrío la mesana para evitar los bandazos. No se puede prever nunca qué puede pasar durante un bandazo en las altas latitudes.
El barco parece tan feliz que uno teme que invente algo nuevo...
Miro a este mar formidable, respiro sus salpicones y siento florecer aquí, en el viento y en el espacio, algo que la inmensidad del universo necesita para llevar a cabo sus fines..."
Jacques de Roux en la BOC del 82 a bordo del Skiern III

"...Una ola enorme, que la oí venir desde muy lejos, levantó el barco y lo tiró de costado. Quedé boca abajo en la litera y esperé a que se recuperara; ya lo había hecho en otras ocasiones; pero esta vez algo le impedía hacerlo. Estaba seguro de que todo había terminado y que mi pobre barco se hundiría conmigo dentro. Escuché otro ruido enorme y el agua comenzó a entrar en la cabina. Poco después, y lentamente, el barco recuperó su posición normal. Estoy de pie con el agua por el vientre. Como un loco comienzo a sacar cubos de agua. Lo hago durante tres horas; poco a poco baja su nivel. Al fin logro que no suba de las panas. Entonces salgo al exterior para comprobar que no tengo palo; sólo un trozo de metal de unos dos metros. Todos los candeleros de babor han sido arrancados así como el balcón de popa. Lo primero que hago es salvar la antena de VHF.
Corto los obenques y los cables de las luces de navegación. Regreso a la cabina para coger una herramienta, y compruebo que el agua ha vuelto a subir cuarenta o cincuenta centímetros sobre las panas Activo mi baliza de emergencia a las tres de la mañana. Tanteando y buceando en un agua gélida, logro encontrar el agujero que hay en casco. Es mucho más que una vía de agua. Afortunadamente tengo a bordo varios trozos de madera con los que trato de cerrar el hueco por el que veo la mar. Durante dos horas trabajo sin descanso mientras pienso que estoy a 2000 millas de la tierra más próxima. El día siguiente, logro hacer un aparejo de fortuna y comienzo a arrastrarme hacia el norte. De pronto, en el horizonte aparece el Perseveramce of Medina del inglés Broadhead, que al parecer viene en mi auxilio.
Sin pensarlo, recojo en un saco mis pertenencias indispensables y espero a que llegue junto a mí. La mar es buena y sopla poco viento. A la tercera pasada salto sobre el barco salvador sin pensar en nada más que voy a dejar de bombear..."


PANTOCAZOS

...Mi barco parece morir, y yo lo haré con él. Ha sido una locura navegar por aquí pensando que ya lo había visto todo en los rugientes cuarenta. El Atlántico Norte puede ser incluso peor que aquellos mares temibles, que se vuelven de color pardo por la violencia de los vientos que los azotan. He quitado todo el trapo y he dado por la popa el ancla de capa, después de tratar de aguantar con el tormentín acuartelado y la caña amarrada, pero los pantocazos eran tremendos; daba miedo sentirlos. Ahora, desde la relativa comodidad de la cámara, escucho el clamor de la mar y los golpes de las olas. Lo imagino con los ojos abiertos, y casi es mejor no hacerlo. El barco da tremendas sacudidas y mi miedo es que no aguante el cabo que sujeta el ancla de capa. A pesar de que es de día todavía, no se ve nada. Permanezco acurrucado en la litera agarrado con pies y manos a cuanto puedo. En esta situación uno se pregunta qué hace aquí, en medio del océano, jugándose la vida. Pero creo que esa pregunta se la han hecho los marinos muchas veces, y no tiene respuesta. Soy un juguete de la mar, un trozo de materia que puede desaparecer en cuanto ella lo quiera. Por el tambucho entra agua cada vez que el barco se pone a la horizontal y siento el palo como pega contra el agua. En esos momentos cierro los ojos y espero que todo termine, que una ola más grande que las otras me lleve para siempre. En la cámara todo está en desorden. La comida se mezcla con las herramientas y la ropa con los papeles. Un verdadero caos en el que no puedo intervenir. Me queda la esperanza de que el ancla aguante y este vendaval pase antes de irme a pique...

RODNEY KENDALL

BALLENAS

...Mi pequeño barco de tan sólo treinta pies de eslora navegaba a una
buena velocidad rumbo al oeste en medio de una mar apenas agitada
por un viento franco del sur. Los días anteriores había visto un número
inusual de grandes ballenas que tomaban el sol en la superficie acompañadas
por juguetones ballenatos. La verdad es que, hasta ese momento, no me habían
prestado la más mínima atención.
Por las noches era impresionante escuchar los ruidos que producían: se parecían
al paso del viento por un pequeño agujero. En la soledad de la mar, las escuchaba
mandarse sus mensajes acuáticos cuyas vibraciones llegaban hasta la superficie.
Yo ponía un bote de vidrio apoyado en el fondo del barco y así amplificaba los
sonidos. Otras veces, provisto de un tarro de mermelada vacío, lo apoyaba contra
la plácida superficie de la mar, y era cuando mejor las escuchaba hablarse entre sí.
Eran silbidos o lamentos largos que siempre recibían respuesta. De vez en cuando,
un resoplido me marcaba lo cerca que las tenía cuando subían a la superficie a
respirar. No sé si era inconsciencia o que ya me había habituado a ellas, pero no
sentía temor. Me parecía todo un privilegio poder compartir un espacio vital junto
a estos gigantes casi en extinción que, gracias al tiempo tan bueno que reinaba, se
recreaban en la superficie de la mar en juegos diversos.
Mi posición era 46º 54’ N 28º 45’ W, cuando, un pequeño golpe, me advirtió de
que tenía junto al barco a uno de estos animales. Salí de la cámara y traté de asustarlo
haciendo ruido con una cacerola; de momento el animal desapareció. Regresé a la
cabina, y cuando aún no había dejado el cazo en su sitio, sentí un tremendo golpe
en la banda de estribor. Luego, tuve la sensación que pasaba por debajo del barco y
se alejaba de nuevo. No habían pasado tres minutos cuando otra vez me embistió.
Pero esta vez lo hizo con tal violencia, que todas las estructuras de mi nave crujieron.
Luego se desató un ataque tenaz que abrió el casco y comenzó a entrar agua a bordo.
Al principio traté de achicarla, pero enseguida advertí que era en vano. Por ello, metí
algunas cosas en un saco de mano y lancé la balsa salvavidas, al tiempo que activaba
la baliza de emergencia.
Embarcado ya en la balsa pude contemplar la saña que emplearon las ballenas en
hundir mi barco, con el temor añadido de que luego la tomaran con mi bote. Pero no
fue así; pasados unos minutos de furor y terror, desaparecieron de mi vista para no
volver en todo el tiempo que tuve que pasar a la deriva hasta que un avión Nimrod
de la Armada británica me localizó y desvió de su ruta a un mercante para que me
recogiese...

DAVID SELLING










Del diario de a bordo del navío Palaset en La Ruta del Ron 1982

"...Tengo un miedo atroz. Las olas pasan sobre mi barco como si fuese un submarino. Diez metros de nave apenas es nada en mitad de este infierno. Me he atado a la bitácora y al balcón de popa con un doble arnés, y trato de mantener el barco a un descuartelar de las verticales paredes que me llegan. No quiero dejar el control del barco al piloto automático, estoy seguro que se rompería. La mar no viene de una dirección concreta; cambia a cada momento dejando ante mí valles interminables y agujeros profundos de los que intuyo sería muy difícil salir si pasase por ojo. Encapillo espumas tremendas. El aire se ha hecho espeso y la visibilidad es la justa para distinguir la proa de mi barco. Con la llegada de la noche me oriento por el ruido de las olas que me llegan y por la tenue luz del compás. Trato de mantener fría mi cabeza, pero hay momentos que es difícil conseguirlo. Una angustia paralizante invade mi cuerpo cuando quedo colgado en la cresta de una ola de más de diez metros. Parece mentira que el barco aguante a flote. Me he olvidado de rezar, pero me encomiendo a todo lo que recuerdo buscando un poco de consuelo a mi situación. Durante tres días apenas he dormido, y no tengo hambre, pero mis fuerzas van en clara disminución. Para las maniobras que antes tardaba unos minutos debo emplear horas. Y lo peor no es hacerlas, lo más difícil es diseñarlas en la cabeza y tomar la decisión de salir de la bañera..."

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"La regata del Infierno" de la Sidney- Hobart de 1998.

En la bajada a lo largo de la costa del día 26, la tripulación del "Stand Aside" gritaba y jaleaba mientras el barco marcaba una velocidad media de 18 nudos con un spinnakers hecho a medida. Con el spinnakers y la mayor tirando cada vez más con el viento creciente, el "Stand Aside" era empujado por el mar de popa y lanzado hacia adelante, planeando cientos de metros. Era una navegación excitante. Aquel atardecer, mientras se abrían paso entre dos espectaculares tormentas, iban monitorizando regularmente su radio, pero, al igual que muchos otros participantes, aún no estaban del todo seguros de qué era lo que les esperaba.

En la mañana del 27, iban muy bien situados. A medida que aumentaba el viento y crecía la mar, la superficie bélica iba siendo reducida en proporción. El "Stand Aside" estaba aguantando aquellas condiciones sorprendentemente bien, siendo alcanzados por el dorso de las olas sólo en extrañas ocasiones. Aunque los miembros de la tripulación estaban todo menos cómodos, contentos con la manera en que respondía el barco. Navegaron con un tormentín hasta primeras horas de la tarde, cuando el viento pareció pasar de malo a horrible en sólo unos minutos. Las rachas eran cada vez más fuertes; al principio se registraron 55 nudos de viento, luego 60 y enseguida 70.

El "Stand Aside" navegaba tan rápido con el tormentín que escoraba demasiado cuando las rachas les alcanzaban en la cresta de las olas, por lo que decidieron arriar el foque y correr a palo seco hasta que el tiempo mejorara. A esas alturas no se hablaba de retirarse o de volver a Edén. Era la 1 del mediodía y estaban en pleno Estrecho de Bass. Sabían que si podían volver a izar velas pronto y devolverle al barco su anterior velocidad, estarían frente a la costa de Tasmania hacia la medianoche.

La previsión del tiempo del "Young Endeavour" no se correspondía para nada con lo que la tripulación del "Stand Aside" estaba experimentando. Hunter y Marriette discutían sobre el abismo que parecía haber entre la previsión y la realidad, y dedujeron que su posición indicaba que el barco estaba justo en el borde de lo peor de la depresión. También pensaron, basándose en la previsión meteorológica, que las cosas mejorarían en un espacio de tiempo más tirando a corto que a largo. Se enteraron de que numerosos barcos se habían retirado pero no se sorprendieron al oír el aviso del "Sword of Orion" a la flota de que tenían rachas de 78 nudos de viento.

El "Young Endeavour"estaba más o menos a la altura de las tres cuartas partes del "sked" cuando oí a uno de los chicos gritar desde cubierta con gran alarma: "¡Una ola mala de verdad, CUIDADO!", recuerda Marriette. El barco subía y subía y entonces empezó a volcar, a volcar rápidamente. El ruido fue escalofriante; primero era sólo agua que entraba como si fuera un río a través de la escala, y luego el ruido del crujir y de la rotura. La cubierta y la parte superior de la cabina se habían partido.

El techo de la cabina había implosionado. La fuerza del agua al volcar el barco había arrancado una parte enorme del techo de la cabina alrededor del tambucho. Colgaba hacia abajo como una trampilla gigante e inmovilizó a Hunter y a Marriette en la mesa de derrota. Para sorpresa de Marriette, cuando el barco se adrizó se encontró en la misma posición que estaba al empezar, aguantando el micrófono de la radio. Los dos se abrieron camino a golpes para salir de la mesa de derrota y salvarse a sí mismos y a quien quiera que estuviera aún a bordo.

Bob Briggs salió como una flecha de la cabina y empezó a gritar nombres como si pasara lista. Quería asegurarse de que todos estaban aún en el barco, pero para horror suyo vio a John Culley nadando frenéticamente hacia lo que entonces era ya un barco naufragado. Culley estaba en el proceso de salir a cubierta y enganchar su arnés de seguridad en un punto sólido cuando el "Stand Aside" volcó.

***

Mike Marshman estaba entre los ocho miembros de la tripulación que se hallaban en la cubierta cuando la monstruosa ola barrió todo a su paso. Recuerda haberse vuelto a tiempo para verla venir pero sabía que estaban indefensos. La cresta rompió y con un crujido tremendo le lanzó por el aire. Tan pronto como se hubo tumbado, el barco se adrizó solo, arrastrándolo por el agua cogido por el arnés de seguridad y dejándolo debajo del aparejo que estaba en el agua. Instintivamente, Marshman se palpó el pecho buscando el clip de sujeción de su arnés de seguridad. Entonces, se acordó de una de las primeras lecciones que recibió en este deporte que dice que nunca debes soltarte del barco. Notó que la jarcia que estaba enrollada alrededor de su brazo derecho se estaba aflojando, por lo que intentó enrollarla aún más en el mismo. Las vueltas eran cada vez más grandes y antes de que se diera cuenta, el extremo del cable fino y flexible que le tenía atrapado se le escapó.

La tripulación de cubierta vio su cabeza salir repentinamente a la superficie como si fuera un globo soltado desde las profundidades. Mientras salía a la superficie, Marshman se dio cuenta de que Simon Clarke estaba en el agua justo a su lado. Él también había sido atrapado bajo el agua por el aparejo a menos de un metro de él. Marshman vio delante la botavara doblada por la mitad y se agarró a un candelero con su mano derecha.

John Culley estaba en el agua a barlovento del barco. Un par de olas grandes, además de sus brazos, que se agitaban salvajemente, le devolvieron hasta el "Stand Aside" rápidamente. Los tripulantes lo agarraron y lo izaron a bordo. El resto de la tripulación de cubierta se había quedado colgando de los cabos de sus arneses de seguridad por el costado tras volcar. Halaron de ellos uno a uno y fueron izados a bordo y dejados en cubierta sin contemplaciones.

Marshman no había hecho ninguna clase de esfuerzo para volver a la cubierta. Seguía colgado de la base rota del candelero y se balanceaba, recordándose a sí mismo todo ese tiempo que estaba vivo. Hayden Jones le ayudó a subir, y fue entonces cuando Marshman se dio cuenta de que de uno de sus dedos manaba sangre. Había perdido prácticamente la mitad de la última falange del dedo anular de su mano derecha. Aunque no notaba el dolor. Andy Marriette, enfermero ayudante de quirófano, descubrió que había otros heridos. Clarke se había hecho daño en el tendón de Aquiles; Bob Briggs tenía una herida grave en la frente, entre los ojos; Trevor Conyers mostraba un gran tajo en la parte posterior de la cabeza; y Marriette tenía un corte grave en el pulgar. Aquellos que seguían bajo la cubierta estaban con el agua a la cintura. Los mamparos y gran parte de la estructura interior del barco se habían caído y los costados del casco se movían hacia dentro y hacia afuera con cada ola que pasaba. Había trozos del techo de la cabina y de la cubierta flotando por todas partes y piezas muy cortantes de fibra de carbono y fibra de vidrio amenazando rebanar manos, dedos y piernas. Las maderas del plan y la comida flotaban, las literas habían sido arrancadas del costado del casco, el gasoil salía a borbotones del motor, las baterías estaban sumergidas y la ropa de los tripulantes estaba también en el agua.

Había pocas dudas de que el "Stand Aside" estaba destinado a irse a pique en cualquier momento y se tomó la decisión de inflar las balsas salvavidas. La primera, para seis hombres de color naranja y negro, que había estado estibada abajo, fue accionada y, para gozo de todos, sólo tardó unos segundos en desplegarse e inflarse en la popa, amarrada con un cabo. La segunda balsa salvavidas, de una marca nueva, había estado estibada en la cubierta. ¡Y no se infló! La tripulación miraba incrédula mientras se hacían desesperados esfuerzos para inflarla. Nada funcionaba. Probaron de subirla a bordo para intentar disparar manualmente el mecanismo de inflado.

Y acto seguido, para mayor horror, el cabo amarrado a la balsa se rompió. La tripulación se enfrentaba entonces a un barco que se hundía, con una balsa salvavidas para seis personas, doce tripulantes y un mar que les vapuleaba sin tregua. El barco era, en esos momentos, su única esperanza real de supervivencia y mantenerlo a flote era crucial.

Subieron a cubierta enormes cizallas para cortar metales que, en cuestión de segundos, rompieron el aparejo metálico con sus mandíbulas gigantes como si fueran zanahorias. El mástil fue liberado de sus ataduras y lanzado por la borda; la posibilidad de que los trozos rotos de aluminio agujerearan el casco se había eliminado. Bajo cubierta, dos tripulantes achicaban con baldes continuamente mientras otros dos se encargaban de las bombas de achique manuales. Se tiró por la borda el máximo de cosas posible pues era imprescindible aligerar el barco todo lo que se pudiera; y era importante dejar también un rastro de restos porque así, si el "Stand Aside" se hundía, los equipos de rescate tendrían una zona definida de búsqueda y más oportunidades de localizar a los supervivientes.

Se subieron a cubierta las bolsas de supervivencia, que contenían los pertrechos y provisiones esenciales. Se encontró una radio portátil VHF y se le encargó como única tarea a Charles Alsop el hacer continuamente llamadas de socorro. En medio de la confusión, una cámara de fotos sumergible salió a la superficie del agua en la cabina, justo delante de Hunter, que tomó algunas de las fotografías más gráficas y angustiosas imaginables.

***

Gary Ticehurst, al mando del helicóptero de la ABC que cubría la regata, junto con un periodista y el cámara de la cadena, habían acabado las tomas del día y se dirigían hacia Mallacoota para repostar. Aquello ocurría a última hora de la tarde y Ticehurst estaba preocupado. Había estado grabando imágenes del "Foxtel-Titan Ford" luchando con olas de 15 metros y 60 nudos de viento, y se había sorprendido al ver al "Helsal II" abriéndose paso a trancas y barrancas en medio de la tormenta.

-Volvíamos a Mallacoota para repostar combustible y dejar al periodista para que cogiera una avioneta y volara hasta Merimbula con sus cintas de vídeo-, recuerda Ticehurst. -Tenía mucho interés en cruzar el Estrecho de Bass hasta Flinders Island aquella noche porque los barcos de cabeza estaban navegando realmente muy rápido. Yo sabía que tenía que convencerle de que debíamos quedarnos a pasar la noche allí. Estaba un poco preocupado por los vientos que pudiéramos encontrarnos al cruzar el Estrecho, pero más importante aún, mi experiencia me decía que la mayor parte del drama ocurriría justo frente a la costa en la que estábamos.

Cinco minutos después, un coche de policía llegó a toda velocidad por la pista de aterrizaje en dirección hacia ellos. El policía preguntó a Ticehurst si podía despegar con el helicóptero y salir hacia mar adentro. El AusSAR* había recibido una señal de radiobaliza y un mayday. Ticehurst salió disparado como un cohete de Mallacoota hacia las 3 de la tarde, alcanzando los 324 kilómetros por hora ayudado por un viento de cola de 110. Cuando se acercaban a la zona de búsqueda, se dieron cuenta de que entraban en un pequeño ciclón. El helicóptero estaba aguantando bien la situación y se tranquilizaron un poco cuando vieron un avión buscando también desde más arriba. Ambos localizaron al "Stand Aside" al mismo tiempo, unas 40 millas al este de Mallacoota.

Cuando Ticehurst descendió sobre ellos, pudo establecer comunicación con el barco dañado. No tenía mecanismos de izado en su helicóptero; llamó por radio a AusSAR y les comunicó el estado y la posición del "Stand Aside" y que había tripulantes heridos a bordo. Le dijeron a Ticehurst que un helicóptero de rescate estaba en camino.
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 Sir Peter Blake cuando participaba en el trofeo Julio Verne en 1993  La vuelta al mundo en 74 días, 22 horas y 17 minutos.

"... El estado de concentración que requiere una prueba de estas características es realmente impresionante. Hay momentos en los que estás tan obsesionado con la velocidad del barco y en los días que te quedan para poder batir el récord que llegas a no tener ni hambre ni sueño. Por eso, es un estado peligroso que no debe sacarte de los hábitos que debes imponerte en una navegación de tantos días si no quieres enloquecer. Yo creo que son navegaciones muy extremas, mucho más fuertes que una Whitbread en la que luchas contra otros barcos. En la Jules Verne peleas contra ti mismo, contra la meteorología que se te presente: debes estudiar mucho y con cuidado las opciones a elegir entre los anticiclones, y muchas veces meterte de cabeza en la parte más dura de las depresiones para ganar un poco de velocidad, pero sin caer en temporales de supervivencia que no te permitan sacar lo mejor del barco. Realmente batir récords es agotador por el estado de concentración que requiere..."


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Peter Crow en la Ostar del 96

"...Los primeros días los he pasado muy bien. El tiempo era bueno y mi barco se movía con armonía. Las horas las pasaba leyendo y escuchando la radio, y de vez en cuando debía hacer alguna maniobra; pero nada que no fuese enroscar un poco más la génova o poner o quitar un rizo a la vela mayor. También la alimentación ha ocupado mi tiempo. Ha habido días en los que la mar ha estado tan buena, que he podido hacer platos complicados en los que el equilibrio de la nave es fundamental. Hubo un día que preparé una tarta de manzana en el horno, y era tal la placidez con la que me trataba la mar que subió de forma espectacular en altura y pude disfrutar tres días de ella. Luego han llegado los malos tiempos que, por otra parte todos sabemos que tarde o temprano nos alcanzarán. Es entonces cuando uno se pregunta qué hace allí, en medio de la mar, humillado por unas olas enormes que te zarandean y amenazan con hundirte. Mi barco se ha comportado bien en tales circunstancias a pesar de sólo tener nueve metros de eslora. Pero es una embarcación fuerte y bien construida que, si un tronco o una botella pueden flotar desde América a Inglaterra llevados por las olas y las corrientes, mi embarcación también puede lograrlo. En estas circunstancias lo cierro lo mejor que puedo, ato la caña a una banda, doy una mayor de capa, y me meto dentro a dormir y leer mientras pasa. Bien es verdad que hay veces que la cosa se pone muy incómoda en la cabina y los objetos salen disparados con los bandazos que da el barco. Esto me sirve de entretenimiento también, pues debo pasar horas recogiéndolos; hace que el tiempo se me pase antes. No voy a negar que a veces tengo un miedo atroz, y el vello del cuerpo se me crispa.
Pero también es parte del juego: adivinar cuánto tiempo podré mantenerme en la vertical sin que el palo desaparezca dentro del agua. Un par de veces he volcado. Durante unos interminables segundos que no sabría cuantificar, he mantenido la respiración a la espera de que mi barco se comportase y recuperara la posición para la que fue diseñado. Luego, cuando el temporal pasa, te parece que la mar es un lugar fácil y asequible en el que podrías pasar la vida.
Todo vuelve a su orden: las olas se colocan unas detrás de las otras. Los vientos soplan a velocidades lógicas y consideradas, y tu cuerpo se entona y coge energías hasta la llegada de la siguiente depresión. Algunas veces, sobre todo cuando estás al final de la regata y te llega una nueva perturbación, recuerdas a los barcos grandes. Y piensas que estarán amarrados y sus tripulantes tomándose unas cervezas en el club. Es sólo en esos momentos cuando envidias a los marinos profesionales. Pero si la mar sigue buena hasta el final es allí donde deseo estar..."


Vito Dumas:
"Salgo a reanudar mi guardia al timón y compruebo que el viento a calmado. las nubes son bajas. De pronto, el espanto. A mil metros, por el norte, se acercan tres trombas marinas. Las nubes bullen como hirviendo en un caldero colosal. Calculo en cerca de 100 metros de diámetro cada tromba. Giran furiosamente, succionando el agua. No se sabe a ciencia cierta si se elevan hasta donde se encuentra el macizo de nubes. El espectáculo es aterrador, pero, a la vez, de una trágica hermosura. Se trasladan rápidamente hacia mí. Virando, procuro zafarme. La maniobra es lenta por el poco viento. Los minutos, los segundos, resultan angustiosos. Por fortuna, pasan a 500 metros del Leigh II. Siento una indecible sensación de alivio. La muerte me ha rozado."

También tiene un relato, uno de los mas impresionantes que he leido, cuando el brazo se le ha infectado y se prepara para amputárselo. Menuda situación, estar solo en mitad del atlántico sur, sin posibilidades de comunicarse con nadie y estar pensando a que altura ha de seccionarse el brazo, en proceso de descomposición, para evitar que se extienda la septicemia por todo el cuerpo.

"Aventuras y desventuras de un navegante solitario" de Paco Jiménez

Parte IV

Tras el naufragio y posterior rescate creí que había cubierto mi cupo de tragedias en la mar, por lo que en el verano del año 1997 adquirí una nueva embarcación modelo Jeaneau de treinta y nueve pies. ¡Qué equivocado estaba!
Esta embarcación de nombre Seratia la compré en Altea, Alicante, y acompañado de mi hijo Franky y un buen amigo suyo y gran navegante de nombre David Díaz, emprendimos la travesía hasta Canarias. Navegando a la altura de Almería con una mar en calma y sin viento y a unas cuatro millas (siete km) de la costa, a mi hijo se le ocurre darse un baño, tirando para ello el balde por la popa para recoger agua, con tan mala suerte (por decir algo) que es arrastrado por este cayendo al mar. Esto no tendría la mayor importancia si no fuera porque David descansaba en la proa tras terminar su guardia, y yo me encontraba leyendo en la mesa de cartas, además de que el barco tenía el piloto automático y el motor en funcionamiento, motivo este último por el que no le oímos pedir ayuda.

Pasados unos veinte minutos más o menos le pregunté a Franky si avistaba algo, a lo que él, como era lógico, no me respondió. Extrañado salí a cubierta y no le vi por lo que lo busqué en el único sitio que podría estar en el interior, es decir en el camarote de popa o en los baños. Por supuesto allí no estaba. Asustado salí de nuevo a cubierta y vi su bañador en la popa, así como que faltaba el balde. No era muy difícil sacar las conclusiones acertadas. Rápidamente levanté a David y dimos la vuelta, pero sin resultado. Franky no aparecía. Por indicación de David llamé al 091 a través del móvil, que milagrosamente tenía cobertura, llegando treinta minutos después a nuestro costado dos lanchas tipo Striker de la guardia civil, que junto a dos veleros de la zona que me habían oído pedir auxilio a través de la VHF comenzaron la búsqueda, peinando la mar en una zona de tres millas, pues ésta era la distancia en la que habíamos calculado que Franky había caído al mar.
Según nos contó posteriormente sintió calor en su guardia y había decidido darse un baldeo por la popa para refrescarse; sin embargo, y debido a un exceso de confianza, decidió no avisarnos, tiró el balde al agua introduciendo su muñeca en la gaza, otro error, pues al contacto con el agua el balde hizo de ancla flotante echándolo al mar a unas cuatro millas de la costa completamente desnudo.
Una vez hubo caído al mar intentó nadar para alcanzar al barco, cosa bastante difícil cuando este navega a motor a unos seis nudos de velocidad, desechando el balde para ello, un tercer error como se verá más adelante.
Pasados unos veinte minutos de su caída, como comentaba anteriormente, nos dimos cuenta de que Franky ya no estaba a bordo y viramos 180º con el fin de recogerlo, lamentablemente si no conoces el momento en que cayó es bastante difícil calcular su posición, además de otros pequeños factores, como el abatimiento de Franky debido a la corriente, la resaca que hacía imposible ver su chapoteo, y sobre todo el que no conservara el balde, pues en el mar una persona no puede asomar más que su cabeza y sus manos hasta los codos, a menos que sea jugador de waterpolo, pues de otra manera se hundiría y en este caso el balde agitado sobre su cabeza hubiese sido una clara señal.
Debido a estas circunstancias y según nos contó después Franky, aunque pasamos a unos cien metros de él no pudimos verlo, sin embargo él nos observaba perfectamente mientras nos gritaba y chapoteaba, pero no lo oíamos debido al sonido de nuestro motor.
Así que allí dejamos a Franky, a unas cinco millas de la costa mientras nuestra embarcación se alejaba en dirección contraria. Después nos contó que al ver alejarse el barco y tras sobreponerse hizo lo que según él, y yo pienso lo mismo, era lo mejor, nadar a tierra, pues aunque divisaba mar adentro y relativamente cerca a unas pequeñas embarcaciones de pesca, tenía miedo de que al llegar hubiesen cambiado su posición, teniendo que ganar la tierra desde una milla más. Así que mientras nosotros en el Seratia llamábamos por VHF y con el móvil al 091, Franky intentaba ganar la costa a nado.
El tiempo pasaba sin resultados, y yo estaba cada vez más nervioso, pues imaginaba que a lo mejor al caer al agua, Franky se había golpeado la cabeza. He de decir que David se portó en todo momento de forma magistral, engañándome con el tiempo que transcurría y dándome ánimos.
Navegábamos en zigzag desde la posición en que habíamos virado al darnos cuenta de su ausencia, hasta una posición treinta minutos a 180º de nuestro rumbo original, acercándonos en cada bordada un poco más a tierra, con el fin de verlo si, como suponíamos, se acercaba a tierra.
A la llamada al 091 nos contestaron desde un puesto de policía en tierra, no recuerdo bien de qué ciudad, y les pregunté, después de contarles el incidente, si había algún helicóptero de salvamento disponible para enviarlo a nuestra posición de GPS, pues a vista de pájaro la posibilidad de encontrarlo eran mayores. Nos contestaron que esto no era posible, pero que nos enviarían dos embarcaciones de la guardia civil tipo Striker.
A la media hora de efectuar la llamada llegaron éstas echando los pistones por el escape. También le hice señales con las bengalas de salvamento a una lujosa motora que navegaba a una milla a mi banda de estribor a unos veinte nudos de velocidad, pero o bien porque no me vio o bien porque no quiso verme (una bengala aún de día es bastante llamativa) no se detuvo para socorrernos.
Dos horas después de la llamada de socorro navegaban en busca de Franky las dos Strikers de la guardia civil, un velero que acudió a la llamada de socorro a través del canal 16 de la VHF (todos los barcos que se encuentran navegando han de tener este canal abierto para casos de socorro) y el Seratia.
Después de las casi cuatro horas más angustiosas de mi vida oímos a un barco de recreo a motor de unos veinte metros de eslora que navegaba a unos doscientos metros de la orilla y que hacía sonar su bocina de forma continua, por lo que nos dirigimos rápidamente hacia él. Habían encontrado a Franky completamente desnudo y muy cansado intentando ganar la orilla a nado en ese momento.
Franky nos dijo posteriormente a David y a mí que al acercarse a la orilla vio ese barco, que se acercaba a gran velocidad, y que poco faltó para que le pasara por la quilla, sin embargo el capitán estaba atento, pues había recibido mi señal de socorro a través del canal 16 y se mantenía en el puente de mando oteando el mar. Una vez lo hubo avistado procedió a lanzarle un aro salvavidas al que Franky se agarró con sus últimas fuerzas y a lanzar la escala de abordo. Unos días después, Franky nos contó lo avergonzado que se había sentido al subir por la escalera, ya no tanto por el hecho de haberse caído al mar de esa forma tan tonta, sino porque a pie de escala se encontraba la segundo de abordo, una señorita de unos veinticinco años y un físico estupendo que lo observó de arriba a bajo, desnudo, mojado y completamente helado...


Tom Rian , Ostar de 1980.


"... Participar en la Transat nada tiene de romántico o divertido. Es más, en mi caso fue un reto personal, yo diría que estúpido, para ahorrarme el regreso a casa en un barco de línea. Cuando me apunté, loco de mí, no caí en la trascendencia del hecho: cruzar el océano Atlántico en solitario para ganar mi puerto en la costa este americana, y de esta manera no tener que vender mi barco en Europa, donde se pagaban mal. O la alternativa de embarcarlo en un carguero, que era carísimo y fuera de mis posibilidades. Por eso, y sólo por eso decidí inscribirme, pensando que, con ello, sería la organización y los otros participantes los que me ayudarían a ganar la otra orilla del charco. Craso error el mío. A partir de que cruzas la línea de salida estás completamente solo, y así hasta América; ¡vaya fiesta! Pero por qué había navegado hasta aquí, se preguntarán muchos: pues porque venir hacia Europa es mucho más fácil. Esperas al verano, pones las velas para recibir un viento de popa, y unos días después se encuentra uno en las
Azores. Luego en Galicia, España y por lo tanto las costas europeas se abren ante uno y su barco. Así de fácil. Bueno; unas veces más movidito que otras, pero siempre caminando y gozando en la relativa seguridad de la bañera. Pero pegarte una jodida ceñida de más de cuarenta días, sólo se le ocurre a un imbécil o a un militar acostumbrado a vagar por los desiertos con unas botas enormes y el peso de las armas sobre sus hombros, como fue el caso del idiota que inventó esta prueba, el tal coronel Hasler.

Hubo momentos en los que decidí volver por el sur, vía las islas Canarias, pero luego hay que remontar también la zona del cabo Hateras hasta mi pueblo, cerca de Boston, así que lo que ganaba por un lado lo perdía por otro.

Durante la salida miré las caras de todos cuantos me rodeaban: unos tipos duros como salidos de un dibujo del holandés Sanders. Cada cual me parecía mejor y con más pinta de marino. Algunos escupían por la borda como para afianzar lo que yo pensaba de ellos. Otros, tenían unas miradas tan fijas y consistentes, que me dije para mí: igual es necesario ser un poco bobo y pensar poco para soportar este martirio por pura diversión. O carecer de imaginación, si acaso, pues aguantar días enteros contra un viento diabólico no da para imaginar mucho que no sea que en cualquier momento algo puede fallar, y entonces te hundes; el resultado era aterrador, y el producto de multiplicar esfuerzo por metros avanzados hacia casa, totalmente injusto, bobo y desalentador. Por qué navegarían estos tipos en solitario tanto tiempo, no dejaba de preguntármelo; yo, de haber podido, habría embarcado a diez o doce amigos conmigo, sobre todo a una legión de señoritas que movían banderitas en un yate inmenso como diciendo: idiotas, mirar lo que os perdéis por haceros los machitos en esos miserables barcos llenos de moho y oliendo a humedad. Quizás, me dije, y ésta podía ser otra razón, lo hacían porque no tenían más remedio ya que no había nadie que los aguantase; ni sus familias siquiera. ¡Ah, esa sí que era toda una razón! Y en parte me dieron pena. Yo puse mi radio muy fuerte para escuchar en francés, lengua que no hablo, una tertulia de eruditos que, según me parecía, hablaban de economía, aunque a mí me daba lo mismo, yo sólo quería sentir la compañía de unas voces, hablasen en lo que hablasen.

El tiempo para la salida se terminaba y todos los profesionales de esto me miraban con desaire, se conoce que por mi poca pinta de lobo de mar. No tenía uno de esos trajes de agua colorados o amarillos, yo sólo llevaba mi vieja gabardina de cuando estuve en el ejército, ya un poco desgastada, con unas mangas que había tenido que cortar con unas tijeras a la altura del codo para que no se enredasen en los chigres y unas botas de agua que había comprado en la ferretería de mi pueblo antes de salir para este lado, y que para más sufrimiento me quedaban grandes, y cuando llovía, les entraba un chorrito de agua muy desagradable, y que con el tiempo solía convertirse en una verdadera alberca. Mis gafas se empañaban a cada instante, además de darme un aspecto de profesor de literatura; pero si me las quitaba no veía nada y podía abordar a alguien. Juro que intenté navegar sin ellas en la salida, pero por muy poco colisiono con varias embarcaciones. Y aunque también lo intenté para parecer mejor marino, lo de escupir por la borda no me dio buen resultado; el escupitajo siempre volvía contra mí. Por lo que imité lo que hacía un tipo de pelo blanco, pero con aspecto de rudo hombre de mar, cuyo nombre de barco no pude distinguir y me puse a seguirle por toda la bahía. Aquél sí que tenía pinta de marino. Corría como un mono de proa a popa del barco ajustando cosas. Yo me decía; con todo el tiempo que tenemos hasta llegar a América, para qué voy a cansarme ya desde el principio; por eso no le imité demasiado. Pero aquel tipo debía de ser de los buenos, pues seguía corriendo de un lado a otro del barco mientras subía y bajaba velas como un poseído por el diablo. Sólo con mirarle, me cansaba. ¡Joder qué agotador era ser buen marino! Me decía en voz
alta. Ante la perspectiva de una navegación interminable, y como había demasiados barcos dándome pasadas por todos los lados, y con las gafas empañadas no veía demasiado bien, decidí poner al velero al pairo y bajar a la cámara para hacerme unas alubias mientras hacía un poco de tiempo para que se descongestionase la mar que tenía delante de mis narices.

Los otros participantes me miraban un tanto extrañados, pero como ya he dicho que no tengo pinta de lobo de mar, lo que hacía les debió de parecer lo más lógico para un tipo de mi aspecto terráqueo. Por la radio escuché decir a alguien: mira ese imbécil, navega para el otro lado; pero yo a lo mío; lo verdaderamente importante era que las lentejas no se pegasen y que el chorizo que les había puesto, poco por cierto por carecer de fondos para comprar mayor cantidad, no saltase del puchero debido al mal estado del cardan de mi modesta cocina de gas. Hubo un momento en el que un velero repleto de gente se acercó casi hasta amura de babor guiados, creo, por el maravilloso olor que salía por el tambucho de mi nave. Joder! Mira ese tío, lleva número, luego debe de ir en la regata, y está cocinando el muy cachondo, oí gritar; pero qué iba a hacer ante esa legión de duros marinos que acobardaban mis bordos y me hacían sentirme un gondolero veneciano. Al rato, había más barcos a mi alrededor que tras los favoritos que seguían saltando el palo a la bañera y de la bañera al palo. Me hubiera gustado invitarles, pero sólo había preparado una modesta ración de unas seis mil lentejas; las otras trescientas mil que vienen en una bolsa de papel debía guardarlas para el martirio que tenía por delante; llegar mi casa navegando contra el viento dominante. Y ¿se puede hacer algo más estúpido?..."



David Selling en la Ostar del 88

"... Mi pequeño barco de tan sólo treinta pies de eslora navegaba a una buena velocidad rumbo al oeste en medio de una mar apenas agitada por un viento franco del sur. Los días anteriores había visto un número inusual de grandes ballenas que tomaban el sol en la superficie acompañadas por juguetones ballenatos. La verdad es que, hasta ese momento, no me habían prestado la más mínima atención.

Por las noches era impresionante escuchar los ruidos que producían: se parecían al paso del viento por un pequeño agujero. En la soledad de la mar, las escuchaba mandarse sus mensajes acuáticos cuyas vibraciones llegaban hasta la superficie. Yo ponía un bote de vidrio apoyado en el fondo del barco y así amplificaba los sonidos. Otras veces, provisto de un tarro de mermelada vacío, lo apoyaba contra la plácida superficie de la mar, y era cuando mejor las escuchaba hablarse entre sí. Eran silbidos o lamentos largos que siempre recibían respuesta. De vez en cuando, un resoplido me marcaba lo cerca que las tenía cuando subían a la superficie a respirar. No sé si era inconsciencia o que ya me había habituado a ellas, pero no sentía temor. Me parecía todo un privilegio poder compartir un espacio vital junto a estos gigantes casi en extinción que, gracias al tiempo tan bueno que reinaba, se recreaban en la superficie de la mar en juegos diversos.

Mi posición era 46° 54' N 28° 45' W, cuando, un pequeño golpe, me advirtió de que tenía junto al barco a uno de estos animales. Salí de la cámara y traté de asustarlo haciendo ruido con una cacerola; de momento el animal desapareció. Regresé a la cabina, y cuando aún no había dejado el cazo en su sitio, sentí un tremendo golpe en la banda de estribor. Luego, tuve la sensación que pasaba por debajo del barco y se alejaba de nuevo. No habían pasado tres minutos cuando otra vez me embistió. Pero esta vez lo hizo con tal violencia, que todas las estructuras de mi nave crujieron. Luego se desató un ataque tenaz que abrió el casco y comenzó a entrar agua a bordo. Al principio trate de achicarla, pero enseguida advertí que era en vano. Por ello, metí algunas cosas en un saco de mano y lancé la balsa salvavidas, al tiempo que activaba la baliza de emergencia. Embarcado ya en la balsa pude contemplar la saña que emplearon las ballenas en hundir mi barco, con el temor añadido de que luego la tomaran con mi bote. Pero no fue así; pasados unos minutos de furor y terror, desaparecieron de mi vista para no volver en todo el tiempo que tuve que pasar a la deriva hasta que un avión Nimrod de la Armada británica me localizó y desvió de su ruta a un mercante para que me recogiese..."